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Domingo del Cuerpo y la Sangre de Cristo

junio 17, 2017

El gran don de Cristo para la Iglesia es la COMUNIÓN. La vida en Cristo es la COMUNIÓN. «El que me come, vivirá por mí», es decir: VIVIRÁ PARA LA COMUNIÓN. Sin la COMUNIÓN el Cuerpo de Cristo está despiezado, raquítico, sin gracia, sin aliento, sin fortaleza, moribundo. Y así es. Cristo lloró por Jerusalén al ver que la gallina no había podido reunir bajo sus alas a un pueblo disperso, enfrentado y dividido. Y nosotros, cristianos bautizados en la Comunión de la Trinidad, y alimentados del Cuerpo de Cristo, habríamos igualmente de llorar y llorar. Así lo hizo santa Mónica, cuando imploraba la conversión de su hijo Agustín. Las lágrimas de los bautizados no han de dejar de manar hasta que las indecisas Iglesias cristianas no abandonen sus miedos, sutilezas y prevenciones. Y todos nos abajemos, como Cristo, y a imitación suya, hasta conseguir un pueblo unido, un único Cuerpo, y con él, la regalada Comunión. Sólo así la Iglesia, una Iglesia unida, volverá a atraer al encuentro de Cristo y a la fe a tantos hermanos nuestros, desconfiados, del siglo XXI.
La vida cambia con la felicidad de la Comunión, de comulgar y habitar en Él. Es preciso este cambio, que es puro don de Dios: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros». La Comunión está escondida en lo hondo de cada corazón creyente. ¿Quién no palpita cuando se la invoca o se reza por ella? Pero, suele estar tan escondida, tan perdida entre los mil cachivaches y entretenimientos de nuestra estresada vida, que apenas la dejamos vivir y desarrollarse. Algunas veces pretende levantar la cabeza, para recordarnos que hemos nacido del Espíritu y vivimos en el Cuerpo de la Iglesia, pero no la dejamos crecer. Los partidismos y particularismos de nuestros grupos o familias, que nos absorben tiempo y energías vitales, no dejan que la Comunión viva fuera de la intimidad más íntima del pobre y sometido corazón creyente. Y ahí se queda. No provoca urgencias. Y por eso hemos de llorar y llorar hasta la extenuación. «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día».
Así pues, la fiesta de la Comunión está de luto desde hace siglos. El pasado domingo os pedía fiesta y alegría en el corazón del Dios Trino. Y hoy os pido lágrimas. Creo que hemos de pararnos antes de celebrar la Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Párate. Paremos y actualicemos la conciencia de nuestros pecados de división y de enfrentamientos. No nos conformemos con crear una anómala imagen de unidad. Parémonos, es tiempo de honestidad y sinceridad para con Dios. Veamos el modo de hacerlo:
1. Come y bebe. No temas por ser un pecador. Prepárate, con el perdón regalado, renovando tu corazón, y sin dejar de creer que es Dios el que te hace ese don. Deja de creer que tú o tu grupo sois los protagonistas del camino cristiano. Déjate llevar por el ‘Amor de los amores’. No te cierres en lo tuyo, en lo de los tuyos.
2. Toma conciencia, al verte rodeado de hermanos reunidos en su Nombre y en su seguimiento y en su adoración eucarística, de que formas parte de un Cuerpo, su Cuerpo, aunque aparezca roto y herido. Y llora de emoción, y por amor, hasta que veamos consumada la unidad del Cuerpo. Que tus lágrimas sean hoy tu más bella y emocionada oración, y tu más serena aportación a la Comunión ofrecida por el Señor. Llora sin miedo, como Jesús. Las lágrimas pueden ser un preciosísimo don en el entorno de la eucaristía.
3. San Pablo te dice: «El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.» No te extrañes de la diversidad. No te ofendas por ella. Lo diverso es bello y es sano y santo. Cada uno es único ante Dios. No busques la uniformidad. Ella resulta castrante para los hijos libres y amados de Dios. Cree en una Comunión de diferentes. Comunión poliédrica, de la que habla el Papa Francisco.
4. Es Él, el Señor, el que permite nuestras lágrimas en medio del desierto y de los dragones, el que nos alimenta. Y es maravilloso dejarse alimentar y fortalecer en la fe, en el don de Dios, en el servicio amoroso y libre a los hombres, a los pobres. Dt 8. «No te olvides del Señor, tu Dios, te sacó de la esclavitud, te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes; te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres.»
5. Hay tanto por hacer. Hay tantos hermanos llamados a este don que andan desnutridos de hambre física y de Cristo. Hay tantos refugiados, tantos marginados, tantos excluidos que claman por una primera unidad en la justicia y una vida digna para ellos. Necesitamos recuperar el aliento, el resuello y el sollozo de las lágrimas por la Comunión. Lágrimas que son don de Dios. Lágrimas que piden perdón, conscientes del drama de la división y del sufrimiento de los pobres. Lágrimas que atraen hacia los bautizados en Cristo el don de los dones, la Comunión. Es Él quien nos libera, pacifica y alimenta. ‘Ha puesto paz en nuestras fronteras, y nos sacia con flor de harina’.

Antonio García Rubio, párroco de Nuestra Señora del Pilar en Madrid

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