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Domingo XXII Tiempo ordinario

septiembre 2, 2017

Nos habla el profeta Jeremías mediante un texto apasionante. La tradición profética ofrece textos magníficos, que han marcado, con radicalidad y hondura, la fe de muchas generaciones de creyentes. Desde jóvenes, muchos de nosotros nos hemos identificado con estas palabras, que expresan a la perfección la relación increíble que experimenta un hombre de fe ante el encuentro con Dios. Jeremías 20: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreir todo el día, todos se burlaban de mí. La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio. Era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía.»
Texto magnífico. Imposible hablar con más precisión sobre el fuego ardiente que trae consigo la relación apasionada y apasionante con Dios. No es una relación merengue o adolescente, enamoradiza o dulzona, para contarla mientras nos tomamos un té. No. Lo de Dios va en serio. Y lo expresa bien la imagen de un fuego ardiente que nos enciende y que provoca, como consecuencia una determinación peleona y crujiente en el alma, que nos dispone a servir, a comprometer la vida y a profetizar, a hablar en su Nombre.
Uno, en un primer momento, ante su irrupción, no quiere mirar a Dios, se niega a escucharle, se rebela contra Él, se retuerce en sus entrañas, pero, curiosamente, al final, la victoria acaba siendo siempre suya: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste.» Es imposible resistirse. Este texto nos da el contexto en el que se desenvuelve la fe que brota de una hondura inusitada. Esa misma fue la revolución interna de Agustín, al que hemos celebrado esta semana pasada; la misma provocación padecida por Ignacio de Loyola; la transformación experimentada por Romero al constatar el dolor de la injusticia y la violencia impuestas a los pobres; la misma de Francisco de Asís, humilde y pobre hasta el extremo; la de Edith Stein, colmada en la cámara de gas; la de Teresa de Calcuta, la de Pablo de Tarso; la de Juan XIII; la de Juan de la Cruz o la de Juan de Dios. Todos ellos, y millones más, rebeldes, seducidos, forzados por la pasión amorosa de Dios y su proyecto, y, al final, todos podidos.
El Salmo 62 remata bellamente este de amor apasionado entre Dios y el hombre: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua. Tu gracia vale más que la vida.» El creyente pierde la cabeza por Dios, cuando este le habla al oído. Dios le molesta, le hiere su ego subido, le revuelve. Pero el hombre o la mujer tocados acaban volviéndose sedientos y ansiosos de Él y por Él. Les sucede algo similar al que es sometido a una adicción sofocante, sólo que aquí nada conduce a la muerte, sino a la liberación y a una vida nueva. El proceso de renovación que provoca Dios llega hasta el punto de considerar que su gracia, su don, su bendición, su palabra son el don más valioso, incluso más que la propia vida, que hasta el momento del encuentro con Él lo era todo para el hombre.
Pablo viene a recalcar las decisiones a las que nos aboca el encuentro ardiente con Dios: Romanos 12: «No os ajustéis a este mundo. Transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.» Es maravillosa la transformación que le espera al hombre que se encuentra ante el abismo de la llamada de Dios. Le desajusta de su mundo, de sus conceptos e ideologías, de sus manías, acomodos y mentiras, y sin embargo, Dios le abre a una sabiduría nueva, perfecta, revolucionaria en el ser y en el vivir; transformadora del hombre, que se ve impelido a lo bueno, a lo santo, a lo que Dios ama. El creyente se aleja de su torpe voluntad, y se ve gozosa y dramáticamente entrelazado en la otra voluntad, la del Padre Dios, que no es otra que el bien, la justicia y la felicidad para todo hombre, para los pobres e ignorados.
La Iglesia, que nace con cada nuevo bautizado, está necesitada de una nueva generación de cristianos, fieles al Evangelio y al Señor en medio de su dolor y sus flaquezas. La respuesta nos la da el evangelio: Pedro, como siempre, se lanza al vacío. Y, de nuevo, se equivoca. Pero se equivoca porque arriesga. Mateo 16: «Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: ‘¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.’ Jesús se volvió y dijo a Pedro: ‘Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas corno los hombres, no como Dios.'» Y al arriesgar, y equivocarse, provoca la respuesta de Jesús. Gracias al error de Pedro tenemos la respuesta de Jesús.
Pedro, duro de cabeza, decido, valiente, noble, auténtico, dándolo todo por amor a Jesús, y deseoso de aprender, se encuentra con la radicalidad que llevará a la cruz la vida de Jesús. Y entonces, Jesús, aprovecha para darnos una auténtica formación para la vida a todos los discípulos, los de ayer, los de hoy y los de mañana: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?»
Gran abismo el de Dios, que nos aparta súbitamente de la huida cómoda hace la basura del mundo. Gran abismo que nos hace afrontar el propio dolor y la fragilidad destructora o destruida de la humanidad. Gran abismo que nos obliga a decidir, a dar un paso al frente, a provocar un cambio significativo, guiado por su mano, y vivido con una absoluta confianza. Gran abismo el del fuego de Dios, que arde sin consumirse en el corazón de la humanidad, y que está llamado a ser activado en todo hombre. “Ojalá estuviera ya ardiendo”. El que pierda la vida por mí, dice el Señor, la encontrará.
¿Te apuntas al abismo del amor de Dios, que a nadie deja indiferente?

Antonio García Rubio

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