Los sacerdotes y religiosos no deben ceder «a las tentaciones que encuentra cada día en su camino. Me gustaría destacar algunas significativas. Ustedes las conocen, porque estas tentaciones fueron descritas bien por los primeros monjes de Egipto». No deben «dejarse arrastrar y no guiar», «quejarse constantemente», caer en la «murmuración» y en la «envidia», «compararse con los demás», caer en el «individualismo», «caminar sin rumbo y sin meta». Deben cuidarse también de la tentación del «faraonismo», es decir «de endurecer el corazón y cerrarlo al Señor y a los demás. Es la tentación de sentirse por encima de los demás y de someterlos por vanagloria, de tener la presunción de dejarse servir en lugar de servir». Es lo que dijo Papa Francisco al clero copto-católico, a los religiosos y a las religiosas, a los seminaristas, durante el encuentro con todos ellos en el Seminario Patriarcal Al Maadi, de El Cairo, último acto, antes de la despedida final, de su viaje de dos días a Egipto.
Según el Papa, «el Buen Pastor tiene el deber de guiar el rebaño», y «no puede no puede dejarse arrastrar por la desilusión y el pesimismo». Además, «es fácil culpar siempre a los demás: por las carencias de los superiores, las condiciones eclesiásticas o sociales, por las pocas posibilidades», pero el consagrado es aquel que «transforma cada obstáculo en una oportunidad, y no cada dificultad en una excusa. Quien anda siempre quejándose en realidad no quiere trabajar».
Francisco también se refirió al «serio peligro» del consagrado que «en lugar de ayudar a los pequeños a crecer y de regocijarse con el éxito de sus hermanos y hermanas, se deja dominar por la envidia y se convierte en uno que hiere a los demás con la murmuración»: la envidia «es un cáncer que destruye en poco tiempo cualquier organismo: “Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir”. De hecho, “por envidia del diablo entró la muerte en el mundo”. Y la murmuración es el instrumento y el arma».
Según el Papa, «compararnos con los que están mejor nos lleva con frecuencia a caer en el resentimiento», y « compararnos con los que están peor, nos lleva, a menudo, a caer en la soberbia y en la pereza», por lo que « Quien tiende siempre a compararse con los demás termina paralizado».
Y la última tentación que hay que evitar es la del consagrado que «pierde su identidad y acaba por no ser “ni carne ni pescado”» y «vive con el corazón dividido entre Dios y la mundanidad».
Francisco quiso agradecer a los presentes «por su testimonio y por todo el bien que hacen cada día, trabajando en medio de numerosos retos y, a menudo, con pocos consuelos. Deseo también animarles. No tengan miedo al peso de cada día, al peso de las circunstancias difíciles por las que algunos de ustedes tienen que atravesar. Nosotros veneramos la Santa Cruz, que es signo e instrumento de nuestra salvación. Quien huye de la Cruz, escapa de la resurrección».
Después prosiguió citando el Evangelio de Lucas: «“No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien darles el reino”. Se trata, por tanto, de creer, de dar testimonio de la verdad, de sembrar y cultivar sin esperar ver la cosecha. De hecho, nosotros cosechamos los frutos que han sembrado muchos otros hermanos, consagrados y no consagrados, que han trabajado generosamente en la viña del Señor. Su historia está llena de ellos». Y entre «tantos motivos para desanimarse, de numerosos profetas de destrucción y de condena, de tantas voces negativas y desesperadas, sean una fuerza positiva, sean la luz y la sal de esta sociedad, la locomotora que empuja el tren hacia adelante, llevándolo hacia la meta, sean sembradores de esperanza, constructores de puentes y artífices de diálogo y de concordia». Todo esto solo es posible «si la persona consagrada no cede a las tentaciones que encuentra cada día en su camino».
Son siete las tentaciones elencadas:
1- La tentación de dejarse arrastrar y no guiar. El Buen Pastor tiene el deber de guiar a su grey (cf. Jn 10,3-4), de conducirla hacia verdes prados y a las fuentes de agua (cf. Sal 23). No puede dejarse arrastrar por la desilusión y el pesimismo: «Pero, ¿qué puedo hacer yo?». Está siempre lleno de iniciativas y creatividad, como una fuente que sigue brotando incluso cuando está seca. Sabe dar siempre una caricia de consuelo, aun cuando su corazón está roto. Saber ser padre cuando los hijos lo tratan con gratitud, pero sobre todo cuando no son agradecidos (cf. Lc 15,11-32). Nuestra fidelidad al Señor no puede depender nunca de la gratitud humana: «Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,4.6.18).
2- La tentación de quejarse continuamente. Es fácil culpar siempre a los demás: por las carencias de los superiores, las condiciones eclesiásticas o sociales, por las pocas posibilidades. Sin embargo, el consagrado es aquel que con la unción del Espíritu transforma cada obstáculo en una oportunidad, y no cada dificultad en una excusa. Quien anda siempre quejándose en realidad no quiere trabajar. Por eso el Señor, dirigiéndose a los pastores, dice: «fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes» (Hb 12,12; cf. Is 35,3).
3- La tentación de la murmuración y de la envidia. El peligro es grave cuando el consagrado, en lugar de ayudar a los pequeños a crecer y de regocijarse con el éxito de sus hermanos y hermanas, se deja dominar por la envidia y se convierte en uno que hiere a los demás con la murmuración. Cuando, en lugar de esforzarse en crecer, se pone a destruir a los que están creciendo, y cuando en lugar de seguir los buenos ejemplos, los juzga y les quita su valor. La envidia es un cáncer que destruye en poco tiempo cualquier organismo: «Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir» (Mc 3,24-25). De hecho, «por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sb 2,24). Y la murmuración es el instrumento y el arma.
4- La tentación de compararse con los demás. La riqueza se encuentra en la diversidad y en la unicidad de cada uno de nosotros. Compararnos con los que están mejor nos lleva con frecuencia a caer en el resentimiento, compararnos con los que están peor, nos lleva, a menudo, a caer en la soberbia y en la pereza. Quien tiende siempre a compararse con los demás termina paralizado. Aprendamos de los santos Pedro y Pablo a vivir la diversidad de caracteres, carismas y opiniones en la escucha y docilidad al Espíritu Santo.
5- La tentación del «faraonismo» (¡estamos en Egipto!), es decir, de endurecer el corazón y cerrarlo al Señor y a los demás. Es la tentación de sentirse por encima de los demás y de someterlos por vanagloria, de tener la presunción de dejarse servir en lugar de servir. Es una tentación común que aparece desde el comienzo entre los discípulos, los cuales — dice el Evangelio— «por el camino habían discutido quién era el más importante» (Mc 9,34). El antídoto a este veneno es: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35).
6- La tentación del individualismo. Como dice el conocido dicho egipcio: «Después de mí, el diluvio». Es la tentación de los egoístas que por el camino pierden la meta y, en vez de pensar en los demás, piensan sólo en sí mismos, sin experimentar ningún tipo de vergüenza, más bien al contrario, se justifican. La Iglesia es la comunidad de los fieles, el cuerpo de Cristo, donde la salvación de un miembro está vinculada a la santidad de todos (cf. 1Co 12,12-27; Lumen gentium, 7). El individualista es, en cambio, motivo de escándalo y de conflicto.
7- La tentación del caminar sin rumbo y sin meta. El consagrado pierde su identidad y acaba por no ser «ni carne ni pescado». Vive con el corazón dividido entre Dios y la mundanidad. Olvida su primer amor (cf. Ap 2,4). En realidad, el consagrado, si no tiene una clara y sólida identidad, camina sin rumbo y, en lugar de guiar a los demás, los dispersa. Vuestra identidad como hijos de la Iglesia es la de ser coptos —es decir, arraigados en vuestras nobles y antiguas raíces— y ser católicos —es decir, parte de la Iglesia una y universal—: como un árbol que cuanto más enraizado está en la tierra, más alto crece hacia el cielo.
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