Cada 31 de julio, la Iglesia celebra la fiesta de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús y maestro de discernimiento. Para nosotras, Hijas de Jesús, este día no es solo una fecha más en el calendario litúrgico: es una oportunidad para agradecer profundamente el don de su vida, su legado y su espiritualidad, que forman parte del corazón de nuestro carisma.
Una relación que nace del corazón.
San Ignacio es un santo que habitó el universo interior de Juana Josefa desde su infancia. Lo conoció a través de una imagen majestuosa en Santa María de Tolosa, y su alma sencilla e inquieta sintió el anhelo de imitarlo. Aquel deseo inocente fue una semilla que el Espíritu cultivaría a lo largo de los años. La espiritualidad ignaciana se convirtió en su escuela de vida, su forma de buscar y hallar a Dios en todas las cosas.
Cuando en 1868 encuentra al P. Miguel de San José Herranz, jesuita, se confirma el camino. El P. Herranz será su acompañante espiritual, su guía y apoyo firme en la fundación de la Congregación de las Hijas de Jesús. Juntos intuyen que Dios desea una nueva familia religiosa inspirada en el espíritu ignaciano, dedicada a la educación cristiana de la niñez y juventud femenina.
Fue en el Rosarillo, el 2 de abril de 1869, donde la joven Juana Josefa, recibe con claridad la voluntad de Dios: fundar una congregación con el nombre de Hijas de Jesús. La llamada del Rey eternal, tan central en los Ejercicios Espirituales, resonó en su alma y se expresó con audacia en su propia vida: “al fin del mundo iría yo en busca de almas”.
El espíritu ignaciano en las Hijas de Jesús.
El número de las Hijas de Jesús fue creciendo. La Fundadora, con la ayuda del P. Herranz y del P. Bombardó, se dedicó a formarlas en el espíritu del Instituto. Fruto de ese impulso espiritual, escribió las primeras Constituciones, inspiradas en la experiencia del Rosarillo y aprobadas por el obispo Lluch y Garriga en 1872. Sin embargo, en las sucesivas aprobaciones se fueron suprimiendo elementos esenciales, entre ellos que fuera una congregación religiosa ignaciana La M. Cándida, desde su amor al carisma recibido, luchó incansablemente por unas Constituciones fieles a la inspiración inicial.
Su insistencia logró algo decisivo: que se reconociera la espiritualidad ignaciana como el carisma propio de la Congregación, frente a otras propuestas como la franciscana. Aunque solo después del Concilio Vaticano II, con las nuevas Constituciones de 1983, se pudo expresar con mayor libertad y fidelidad la riqueza espiritual y apostólica del carisma fundacional, explicitando aspectos que antes no era posible nombrar del todo.
En estos días en que jóvenes peregrinos FI se encuentran en Roma, no podemos dejar de recordar aquellos momentos en que la M. Cándida misma pisó esa tierra santa para luchar por el reconocimiento de lo que Dios había sembrado en su corazón. Su paso por Roma no fue en vano: fue una entrega silenciosa, una siembra fecunda, una expresión más de su fidelidad.
Gracias, San Ignacio
Desde entonces, la espiritualidad ignaciana ha corrido por las venas carismáticas de nuestra Congregación: en la centralidad de Cristo, en la obediencia a la voluntad del Padre, en la opción por el servicio a los más necesitados, en la importancia del discernimiento y en la pedagogía del amor que educa.
La M. Cándida supo transmitirnos esta herencia, no solo con palabras, sino con una vida entera entregada a Dios. Confiada, apasionada por el Reino, obediente hasta el final. Hoy damos gracias por San Ignacio, por su vida ofrecida a Dios y por cómo su espiritualidad sigue fecundando nuestra historia y misión.
Que su fiesta nos renueve en el deseo de vivir con mayor profundidad nuestra vocación de Hijas de Jesús, buscando siempre en todo, como él, la mayor gloria de Dios.



