«Nadie ni siquiera escucha las historias que hay detrás». Con estas palabras, Iva, una joven croata que trabaja para el Servicio Jesuita a Refugiados (JRS), resumía perfectamente la preocupación más evidente en la llamada crisis de los refugiados de Europa.
Dado que el número de refugiados que llegan a Europa, principalmente a través de Grecia, aumentó drásticamente el año pasado, la tendencia cada vez mayor ha sido detener su avance. Los países en la ruta de los refugiados utilizan criterios peligrosamente arbitrarios para determinar quién puede y quién no cruzar sus fronteras.
Mientras hacía la ruta, me di cuenta de que para que les permitan continuar el viaje a Europa, los refugiados deben venir del país «correcto» de origen y dar el nombre del país «correcto» de destino cuando se lo preguntan en las fronteras. No vi la más mínima intención de escucharles para determinar sus necesidades de protección.
Desde este fin de semana, los controles fronterizos se han vuelto aún más restrictivos. Antes, a sirios, iraquíes y afganos se les permitía pasar. Ahora Macedonia solo acepta sirios e iraquíes con tarjetas de identidad y pasaportes, y se niega a los afganos entrar en su territorio. Como resultado, se estima que 4.000 refugiados quedaron varados en la frontera entre Grecia y Macedonia, mientras que miles más observan y esperan en Atenas.
Iva, que ha estado trabajando con los refugiados en la frontera de Croacia con Serbia, desde que estos empezaron a llegar el año pasado, recuerda un intento previo de impedir el paso a los afganos.
«Cuando la crisis comenzó el año pasado, los afganos tenían problemas para cruzar la frontera. Y la explicación era que ‘los afganos no están aquí por la guerra; la situación está bien, ya sabes; oficialmente, allí no hay guerra'».
La repentina decisión de esta semana de rechazar a los refugiados afganos es muy preocupante. Recuerdo dos comentarios sorprendentemente similares de dos de ellos que me encontré en el camino, que nos dan una imagen de cómo es la vida en su país. El primero fue Ghodrat: «Cada noche, al ir a dormir, no esperábamos despertar con vida». Otro joven afgano dijo: «Cuando salimos de nuestros hogares para ir a trabajar, no nos esperamos volver, ya que fácilmente puedes morir por un atentado suicida u otro ataque».
De Grecia a Croacia, me encontré con refugiados afganos que huyeron de la persecución extremista. Ghodrat fue amenazado por ser musulmán chií. Ali escapó porque no quería que su familia pagara el precio de su trabajo como periodista. Hamid esperó más de la cuenta, y salió después de ser atacado por su trabajo como traductor para ONG extranjeras: «Iba de camino a mis clases de la universidad, cuando un grupo de hombres me interceptó diciéndome: ‘¡Traductor, detente!’. Se llevaron mis cuadernos y me apuñalaron en el cuello, pecho, brazos, en todas partes».
También escuché a personas recién llegadas de Pakistán, Irán y Marruecos con necesidades urgentes de protección. De Irán conocí a Reza, un cristiano que huyó de la ira de las autoridades por tener una iglesia en casa. Desde hacía dos años, le llamaban periódicamente para ser interrogado, un procedimiento que le afectó física y mentalmente. Cuando alguien dio a sus perseguidores las pruebas que necesitaban contra Reza, este salió de Irán inmediatamente. Y conocí la historia de una joven pareja que huyó de Irán después de que el marido fuera condenado a 150 latigazos, una pena de prisión suspendida y una multa exorbitante por servir alcohol en su boda.
La lista continúa. Cuando estaba entrevistando a las familias en un albergue de Cáritas en Lesbos, un joven se acercó y me preguntó si podía contarme su historia. «Soy gay y esta es la razón por la que hui de Marruecos», dijo. «La gente me golpeaba, me insultaba y me amenazaba, esto sucedía a menudo». Me mostró una cicatriz en un lado de su cara, y con un cristal me mostró cómo se la hicieron. Luego se levantó el suéter y me enseñó la cicatriz de una herida de cuchillo en el costado. Fue encarcelado dos veces bajo las leyes marroquíes contra la homosexualidad. «Quiero ir a Alemania, pero sé que no voy a poder», dice frustrado.
El joven probablemente tiene razón. Es casi seguro que lo rechazarán en la frontera con Macedonia porque viene de la nacionalidad «equivocada». Es más, al igual que muchos africanos del norte, corre el riesgo de ser clasificado inmediatamente como migrante económico. Y esta es otra cosa que veo: la facilidad con que las personas son etiquetadas, ya sea como «refugiados» o «migrantes económicos», siendo estos últimos demonizados por tener la temeridad de venir.
El problema con este tipo de clasificaciones fáciles es que pueden ser injustas e imprecisas, y negar a las personas una protección que necesitan con urgencia. Dada la situación de falta de ley, violencia, represión y empobrecimiento de tantos países, la única manera de determinar si alguien es un refugiado es escuchar su historia para entender qué le llevó a huir y qué le pasará si vuelve.
Y aquí vuelvo de nuevo a las clarividentes palabras de Iva: «Catalogar a las personas de migrantes económicas y prohibirles que crucen las fronteras es cerrar los ojos a los problemas existentes desde hace tantos años».
Ahora trabajando en el centro de tránsito de Slavonski Brod, Croacia, Iva ha visto lo suficiente para convencerse de que las personas se embarcan en este viaje solo porque es la única opción que les queda.
«Realmente, no creo que nadie deje toda su vida, su casa, sus amigos y los recuerdos a menos que tengan que hacerlo», dice con firmeza. «Vemos a personas de 80 años y más, a gente en silla de ruedas… ayer había un hombre que tuvo dos ataques al corazón. Nadie se arriesga a tanto solo por irse de casa. Quieren ver si tienen la suficiente suerte de escapar de una situación de una muerte segura a una donde algunos sobrevivirán».
Si a los refugiados no se les permite pasar a un país europeo donde sea factible pedir asilo reclamación, sus sacrificios podrían ser en vano. A toda costa, quieren evitar permanecer en Grecia, y muchos se ven obligados a recurrir, de nuevo a contrabandistas.
A principios de febrero, tomé un bus nocturno de Atenas a la frontera con Macedonia. El vehículo se detuvo en una estación de servicio en Polykastro, a pocos kilómetros de la frontera. Algunos de los pasajeros se apearon y se dirigieron a una fila de baños portátiles en el borde de la estación de autobuses. De repente, se echaron a correr y desaparecieron por los campos.
En el viaje de autobús, pude a conocer a un hombre de la Cachemira controlada por Pakistán. No podía hablar mucho inglés, pero compartió unas galletas y frutos secos conmigo, y me mostró las fotos de sus hijos en su país. «Hermosos», dijo con ternura, mientras sus dedos acariciaban las imágenes en su teléfono.
Espero que si él era uno de los que corrieron, los guardias fronterizos no lo cojan. Un informe recién publicado de Human Rights Watch afirma que algunas personas fueron brutalmente golpeadas por los guardias cuando fueron capturadas ilegalmente en el territorio de Macedonia y luego expulsadas de vuelta a Grecia.
No puedes culpar a la gente que busca asilo por tratar de salir de Grecia, que ofrece unas perspectivas muy sombrías. El país sufre de problemas económicos ya conocidos y un desempleo abrumador, y no está en condiciones de atender a un gran número de refugiados. La solicitud de asilo es un proceso largo y difícil, no es fácil de acceder, y se lleva a cabo sobre todo a través de Skype. Los que no consiguen hacer la solicitud corren el riesgo de ser detenidos y deportados. Entre las dificultades que enfrentan los refugiados en Grecia están la miseria, la falta de vivienda y los ataques xenófobos.
Y así, la esperanza de encontrar una vida, «no una vida mejor, solo una vida», podría comenzar a desvanecerse. La primera persona que conocí en Grecia venía de Pakistán. Faisal no tenía hogar y hacía cola en Cáritas, en Atenas, con sus pertenencias metidas en una bolsa de plástico blanco. Me dijo que Grecia «no tiene nada que ofrecer» y que ha sido «perder el tiempo» durante ocho años. Su solicitud de asilo fue rechazada y lo detuvieron dos veces: «Si no tienes papeles, te cogen por cualquier cosa». Faisal me aseguró que había perdido todas sus esperanzas: «Estoy muerto por dentro. Ni ilusiones ni sentimientos como la gente normal».
Y ahora me acuerdo de otro paquistaní que apenas acaba de llegar a Europa en busca de protección, Waqar, que huyó ante las graves amenazas recibidas por ser musulmán chií. Estaba lleno de esperanza cuando me reuní con él en el albergue del JRS en Atenas, ya que confía en que «los europeos» salvarán a su familia.
Él dijo: «Nos gusta ver el canal National Geographic, ¿lo conoces? Y vemos que si las personas de occidente aman tanto a los animales, ¿por qué no a los seres humanos? Estamos seguros de que los europeos se preocupan por los derechos humanos de cada persona».
Por desgracia, las decisiones adoptadas por los países europeos, en un intento de manejar la crisis de refugiados, pone en entredicho la creencia de Waqar. Cada país se apresura a justificar sus acciones, señalándose unos otros, pero en última instancia, no hay ninguna justificación para la erosión de la protección que estamos viendo ahora en las fronteras.
Por Danielle Vella, Comunicación Internacional del JRS