La devoción al nombre de Jesús es una práctica arraigada en la historia del cristianismo. Desde los primeros siglos, los fieles invocaban el nombre de Jesús como una poderosa oración. Su nombre era considerado una fuente de consuelo, fuerza y esperanza.
La Orden Franciscana fue pionera en la celebración litúrgica del Dulce Nombre de Jesús. En 1530, el Papa Clemente VII concedió a esta orden el privilegio de celebrar un oficio propio dedicado a esta festividad.
Aunque el Concilio de Trento (1545-1568) no fijó esta festividad, sí podemos decir que proporcionó el marco doctrinal y espiritual en el que la devoción al Dulce Nombre de Jesús pudo florecer y convertirse en una práctica arraigada en la Iglesia Católica.
A lo largo del siglo XVII la devoción se extendió y se popularizó gracias a la predicación de San Bernardino de Siena y otros predicadores dominicos. Pero fue en 1721 cuando el Papa Inocencio XIII estableció la festividad del Dulce Nombre de Jesús para toda la Iglesia.
Diferentes reformas litúrgicas han cambiado la fecha de su celebración, llegando incluso a eliminar la festividad como tal, convirtiéndola en una misa votiva o de devoción particular. Durante mucho tiempo fue celebrada el 1 de enero junto con la de María Madre de Dios.
Juan Pablo II, en 2003, restituyó la memoria del Dulce Nombre de Jesús, fijándola definitivamente en el 3 de enero.
Celebrar la fiesta del Santísimo Nombre de Jesús implica recordar que el nombre de Jesús impregna todos los aspectos de nuestra vida. Es una invitación a cultivar una relación personal y profunda con Cristo que nos lleve a parecernos a Él como un hijo se parece a su padre.
Traigamos hoy a nuestra oración, simplemente, su nombre: JESÚS. Que Él nos consuele, nos fortalezca y nos devuelva a un camino de esperanza.