Hace unas pocas semanas compartíamos, con ustedes, los pequeños pasos que venimos dando en Uruguay con personas que han tenido que emigrar de sus países por diversas circunstancias.
En estos meses el Señor nos ha ido llevando de una manera sorprendente. Nos ha conquistando el corazón, nos ha sensibilizado y llenado de coraje para abrir las puertas de nuestra casa a hermanos migrantes.
¡Qué Gracia tan grande!
No sabemos muy bien cómo describir esta experiencia que estamos viviendo pero intentaremos expresar algo. Desde el 3 de setiembre nuestra casa se transformó en una “comunidad ampliada”. Primero recibimos a cinco hermanos venezolanos, luego uno más. Algunos, después de unos días con nosotras, van siendo recibidos por otras comunidades de religiosas del interior de Uruguay con esperanza de trabajo. Y nuevamente acogemos a otros hermanos, en estos días procedentes de Colombia. Es increíble la convivencia que se va dando. Fluye la alegría, los rincones de la casa se invaden de risa; la colaboración para la limpieza, para cocinar, hacer las compras se vuelve disponibilidad; regalarnos tiempos de gratuidad jugando a las cartas, mirando TV; compartir historias, las de cada uno, colorea nuestros diálogos cotidianos. Y en ese ir y venir de compartir historias va, poco a poco, aflojando la tristeza, la angustia, la incertidumbre y suavemente va resurgiendo la esperanza, la ilusión, los deseos de salir adelante, sacar la documentación, conseguir trabajo, van alimentando el sueño de algún día retornar a sus países.
Cuatro, de los ocho colombianos que estamos alojando en nuestra casa, son adolescentes y necesitan ser alfabetizados ya que no han tenido oportunidad de asistir a la escuela en su niñez. Cada mañana, Kenia, dedica dos horas para enseñarles a leer y a escribir. Ser testigos de la alegría, por los avances que cada día realizan esos adolescentes, nos parece estar actualizando aquel inicio de la congregación donde la Madre Cándida realizaba la misma tarea.
Cada bendición de la mesa es un verdadero sacramento. Allí en unos breves minutos se condensa una profunda oración comunitaria que tiene sabor a eucaristía, ambiente cargado de agradecimiento a Dios que no nos abandona, que nos cuida y se vuelve Padre Providente. En esa bendición estamos todos unidos como hermanos bajo el mismo Dios. Allí, sin saber mucho cómo, se va tejiendo, con el paso de los días, la experiencia de sentirnos amigos en el Señor.
Hace unas semanas que cada uno de nuestros días está ungido por una Presencia que nos envuelve. Cada hermano que va pasando por nuestra casa nos va ungiendo de esperanza, de alegría, de sencillez, de humildad, de cuidado mutuo, de escucha, de Reino. Vamos aprendiendo a Mirar de otro modo este mundo y a cada persona. Vamos aprendiendo como Jesús a descubrir la bondad que se oculta en todo ser humano. El evangelio de Mateo nos cuenta que cuando Jesús se volvió y miró a Pedro, aquella mirada transformó el corazón de Pedro (Mt 26, 75). Nuestros hermanos migrantes nos están regalando la mirada de Jesús y esa mirada nos está transformando interiormente.