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¡ACOGIDA YA!

enero 19, 2017

“Tengo frío”… Si esta frase saliera de la boca de uno de nuestros niños, cualquiera de nosotros reaccionaría con rapidez y trataría de mitigar el frío. A buen seguro, pronto aparecería una manta, un lugar caliente, un hogar…
“Tengo mucho frío”… Con toda seguridad esta frase está saliendo ahora mismo de la boca de cientos de niños, jóvenes, adultos y ancianos que huyen de la guerra, de la miseria y de la persecución… y que se agolpan a las puertas de Europa malviviendo y malmuriendo ante nuestros ojos.

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La migración no es un fenómeno limitado a algunas regiones concretas del mundo y cada día adquiere dimensiones más dramáticas. A diario nos llegan noticias similares y, como anestesiados, cada vez nos llaman menos la atención: gente que muere de frío a las puertas de Europa, cadáveres que aparecen en las playas, cifras de “desaparecidos” -forma sutil de no hablar de “muertos”- en naufragios cerca de nuestras costas. Y la sensación de que ayer fue así, hoy sigue siendo así… ¿y mañana?
Las guerras, los desastres naturales, el hambre, la violencia y el terrorismo explican los movimientos migratorios de cientos de miles de personas que desde África, Centroamérica, Oriente Medio, Asia se desplazan en busca de seguridad. Estos fenómenos, que podrían entenderse como coyunturales, se suman a causas estructurales que tienen que ver con la internacionalización de los capitales, una nueva división internacional del trabajo, que convierte a un buen número de países del mundo en economías de exportación intensiva de materias primas o bienes de consumo, en mercados de trabajo barato en los que se pagan salarios que no permiten siquiera la subsistencia, o en países exportadores de seres humanos. Sumemos a esto que el desgobierno de la globalización, como consecuencia de la pérdida de poder efectivo de los estados nacionales, está produciendo un caos mundial y una inseguridad económica que ya no solo es injusta, sino también ineficiente.
Paradójicamente, en este mundo globalizado, los migrantes y refugiados son personas sin derechos. Mientras los, capitales, las nuevas tecnologías, la información y los mercados son hoy transnacionales, los Derechos Humanos no lo son. Y menos, los de las personas migrantes por razones económicas o políticas, que si alguna vez los tuvieron, dejan de ser efectivos cuando abandonan sus países de origen.
Tenemos la oportunidad de globalizar la libertad, la sanidad, la educación, los Derechos Humanos, la justicia social… pero no lo estamos haciendo. Y en consecuencia, en nuestra acomodada sociedad -infectada por el virus de la “enfermedad del mientras a mi no me toque”- se han globalizado la “indiferencia” y el “miedo” hasta conseguir blindarnos ante el dolor ajeno.

¿Qué hacer?
Como católicos, nuestra fe nos llama a comprometernos políticamente y a mirar de frente el drama que padecen hermanos nuestros. Porque todos estos desnudos a los que no vestimos, hambrientos a los que no damos de comer, sin casa a los que no alojamos, perseguidos a los que no socorremos… a las puertas de Europa… son hermanos nuestros independientemente de su procedencia, circunstancias o creencias religiosas.
Como cristianos que creemos en la unidad de toda la familia humana, que profesamos una Fe por la que llamamos a Dios, Padre, que confesamos que la Creación entera es fruto de un único acto de Amor y que sostenemos el valor sagrado de cada vida humana no podemos guardar silencio ante la injusta situación en la que hoy se encuentran miles de nuestros hermanos a las puertas de Europa.
En este mundo, herido por el virus de la indiferencia, todos los católicos «estamos llamados a dar consuelo a cada hombre y a cada mujer de nuestro tiempo»[1]. Esta llamada no es algo opcional, pues las mismas palabras de Jesús así nos lo exigen: «Sed misericordiosos, como el Padre vuestro es misericordioso» (Lc 6, 36). Y no es una llamada que se agote en el tiempo. Es una llamada permanente, pues «el carácter social de la misericordia obliga a no quedarse inmóviles y a desterrar la indiferencia y la hipocresía (…) para que la justicia y una vida digna no sean solo palabras bonitas, sino que constituyan el compromiso concreto de todo el que quiere testimoniar la presencia del reino de Dios»[2]. Las Obras de Misericordia son, ante el drama de los que tienen frío, el mejor antídoto… para sus males y para los nuestros: dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos…
Algo le es debido al ser humano por el mero hecho de ser humano. Y ese algo tiene que ver con su dignidad. Necesitamos unirnos, hombres y mujeres de buena voluntad, creyentes y no creyentes, para hacer que la política esté al servicio de todos. Y el primer paso debe ser tomar conciencia de la gravedad del problema desde los derechos más fundamentales: a la vida, al trabajo, a la vivienda, a la libertad. Y para ello tenemos que empezar por cuidar la vida de aquellos a quienes hemos obligado a agolparse en nuestras fronteras.
El valor sagrado e inviolable de toda vida humana exige que las personas podamos vivir en condiciones materiales y espirituales acordes con nuestra dignidad, independientemente de donde hayamos nacido. El derecho a la vida es el derecho a vivir dignamente, así como el derecho y el deber a conservar nuestra existencia. Los emigrantes y los refugiados son también sujetos de esos mismos derechos y deberes. Pero ¿cómo podrán ejercerlos cuando les excluimos y les condenamos a quedarse fuera?
Ante la gravedad y urgencia de la situación exigimos a los gobiernos de las naciones implicadas en el drama de los emigrantes y refugiados -países de origen, tránsito y destino- que asuman la responsabilidad de protección a las miles de personas que padecen esta iniquidad.
Ante la gravedad y urgencia de la situación exigimos, de una manera especial a los gobiernos de la Unión Europea, medidas políticas que más allá de destinar ingentes recursos económicos y humanos para proteger las fronteras, eviten el hambre, el sufrimientos y la muerte de los refugiados que malviven al otro lado de las vallas que hemos levantado. El valor de una institución radica en cómo trata la vida y la dignidad de las personas. Si la Unión Europea y los gobiernos de sus países miembros, desprecian así la vida y el sufrimiento de los débiles, ¿cumplen con sus objetivos? La desconfianza en las instituciones políticas que hoy amenaza nuestras democracias, tiene que ver, entre otras cosas, con la falta de respuesta ante acontecimientos como los que estamos denunciando.
Por lo tanto, ante la gravedad y urgencia de la situación exigimos:
– Atención humanitaria urgente a migrantes y refugiados a las puertas de Europa, empezando por alojamiento digno, atención sanitaria y escolar y reagrupamiento familiar.
– Evacuación y corredores seguros para las personas que huyen de las guerras.
– Implantación por parte de los Estados de nuevos lugares de acogida que respeten los derechos de migrantes y desplazados internos, a la vivienda, el trabajo, la salud y educación de los niños.
– Promulgación de leyes justas que apoyen la unidad familiar y respeten escrupulosamente los derechos del menor.
– Cooperación explícita de los Gobiernos y de la Unión europea con las distintas organizaciones (gubernamentales, no gubernamentales, religiosas y ciudadanas) que están trabajando sobre el terreno.
– Hacer realidad la libre circulación de las personas y su establecimiento en condiciones dignas.
– Exigir el reconocimiento internacional de los migrantes y desplazados por razones de hambre y económicas bajo el estatus de “refugiados”.
– Crear un fondo mundial económico en el marco de la ONU que permita una intervención inmediata ante situaciones de riesgo que puedan provocar la migración y desplazamiento de la población.
– Eliminar la deuda externa de los países empobrecidos, de sus intereses y de todos los condicionantes que de ella provengan.
– Construir un nuevo orden económico internacional basado en el diálogo, la cooperación y la solidaridad entre los pueblos para que el mundo sea casa común de todos los hombres.
Ni el fatalismo, ni la huida hacia adelante, ni la política de tierra quemada responden a las exigencias de justicia que reclaman las víctimas de la pobreza, la persecución por motivos ideológicos, religiosos o étnicos, los desplazados a causa de las guerras o los desastres naturales, las víctimas de la violencia terrorista o de estructuras políticas o económicas injustas. El ser humano necesita, necesitamos, otras respuestas. El mundo necesita soluciones permanentes.
[1] Papa Francisco, Bula de Convocatoria del Año de la Misericordia (13 de marzo de 2015).
[2] Papa Francisco, Carta Apostólica Misericordiae et misera, 19 (20 de noviembre de 2016).

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