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Domingo de Ramos 2017

abril 9, 2017

He despertado de nuevo con el melodioso canto de mis amigos los mirlos. Y la alegría se ha apoderado de mi ser. Es inevitable. No puedo entender un mundo sin alegría. No importan los horrores ni las depresiones, ni los cansancios. El mundo es tan bello y está tan bien pensado para nuestro crecimiento y desarrollo humano y espiritual, que a pesar de nuestros innumerables errores que provocan increíbles desgracias e injusticias, sólo podemos dar gracias, y alegrarnos. ¿Qué hemos hecho para merecer tanto y tan gratuitamente? No podemos devolver más que lo que hemos recibido. Amor con amor se paga.
Por la tarde he salido a pasear por el parque del Retiro. El sol hacía virguerías en una tarde fría. La capital entera estaba volcada en ese espacio privilegiado de la gran ciudad. Los niños, con sus bicicletas, balones y patines, eran dueños absolutos de espacios que sirven de solaz, alegría y esparcimiento. Hoy sueña la vida por todos los paseos. Los árboles se muestran ya deseosos de ofrecernos su gran despliegue de luz y color. Las sonrisas inundan las familias, los amigos, los ancianos. La vida bulle como si sólo existiera este día de felicidad. Y de nuevo los mirlos, entre tantas voces, llenan mi pobre y gozoso corazón de una alegría desbordante.
Hoy comenzamos la Semana Santa. Se van a inundar nuestras calles y templos del colorido de las procesiones y de los gestos con los que los cristianos pretendemos renovar la memoria de Cristo en medio de un mundo secular. Ojalá lo hagamos con verdadera alegría. No es esta una fiesta triste o mortecina. Si a veces lo parece, será por la responsabilidad de la gente seria que la secuestre. Lo que celebramos es vida, es alegría, es felicidad suprema. Recordamos a Cristo en su Pasión y en su Muerte, y le hacemos presente por su entrega, que nos trajo la felicidad al mundo entero. “Por el madero ha llegado la alegría al mundo entero”, gritamos en las iglesias.
El domingo de Ramos era en la Iglesia antigua el día en el que se hacía memoria del relato de la pasión del Señor, por eso lo leemos después de haber celebrado su entrada triunfal en Jerusalén. Es gozoso recordar al Señor, y con Él a tantos mártires siempre vivos como Él. También a los que son martirizados en la actualidad en tantos lugares, y que son signo de la vitalidad amorosa y festiva de la Iglesia. Y estamos contentos. No hay nada más absurdo que un cristiano triste. Es la pura desvaluación de su ser más profundo, el del cristiano que entró en el bautismo para regenerarse y aparecer como un hombre nuevo, iluminado, trasparente, entregado, armonioso, feliz. Todo cristiano ha de ir proclamando por las casas y calles su felicidad, como lo hacía Silvio Rodríguez con su Pequeña Serenata Diurna, cuando cantaba: “Soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad.” Hace años, todos los que estábamos sentados en una cafetería, nos quedamos atónitos al oír a un joven que decía con inusitada fuerza a sus interlocutores: “Soy feliz, yo soy feliz, feliz…” Atónitos porque no lo oímos. Al contrario, muchas veces parecemos plañideras de un funeral de quejas eternas.
En el colmo, me encuentro en el Retiro con un amigo, joven adulto, que no está exento de dificultades, todo lo contrario, pero que tiene un carácter magnífico. No le falta la sonrisa, ni el buen humor, ni el gracejo o la chispa graciosa, apropiados para cada momento. Se llama Ángel y venía paseando desde la casa de sus hijos. Es matemático, profesor. Goza enseñando a sus alumnos a afrontar la vida con alegría y con sentido. Nos alegra encontrarnos, y continuamos juntos el paseo. “No te molesto, ¿verdad? Encontrarte es una oportunidad para hablar con cierta hondura. Y sabes que me hace feliz estar un rato contigo.” “Pues, por la felicidad venía yo despuntado esta tarde”, le dije.
¿Cómo vamos a animar la vida de la gente triste, si no vivimos alegres en esos momentos rudos y poco esperanzadores para sus vidas machacadas?, me pregunta. Tendríamos que prestar atención a la palabra de Isaías 50: “Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me abrió el oído… El Señor me ayuda.” Algo increíble sucede, Antonio, cuando nos ofrecemos para hacer posible que triunfe el amor mutuo, el mandamiento de Cristo, su ejemplo, su entrega. Suceda la que suceda, hemos de tener una lengua y un oído preparados para ofrecer palabras de aliento, de alegría, de superación. Cristo supo hacerlo. Asumió el mal y lo transformó en bien, en gracia, en paraíso. Si vieras los dramas con los que llegan cada mañana mis alumnos a la clase de matemáticas: desestructurados, rotos, sin fundamento y sin horizonte. Les miro y escucho con ternura. Y me digo: “Han de salir de aquí fortalecidos, queridos, con las puertas de la felicidad abiertas de par en par. Y no sé lo que se consigue, pero veo milagros todos los días”.
“Qué bien, Ángel, aún siento más dicha al escucharte. Recuerdo aquellas oraciones en plena naturaleza, sabiéndonos los dos unos mendigos a la salida del sol. Y traigo a la memoria el himno de Filipenses 2: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.” Apasionante. Lo que vamos a vivir en la liturgia de estos días es apasionante. Cristo es apasionante. Él es la alegría del mundo. Él ha sabido darle la vuelta a lo luctuoso y terrible. Él ha cargado con nuestras dolencias y nos ha abierto una rendija de esperanza. Entró hasta lo más oscuro de nuestra mente, hasta lo más corrompido del ser y actuar, para darlo la vuelta y abrir una vía de felicidad, renovación, regeneración, salvación. Y así podemos decir: ‘Soy feliz, soy un hombre feliz; somos un pueblo nuevo, un pueblo abierto a la felicidad, a realizar armoniosa y alegremente la misma entrega de Cristo’.
“Luego le escupían, dice Mateo, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y, terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar. Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz.” Aquí estamos, Ángel y Antonio, Señor, y otros muchos, dispuestos ayudarte, sin que nos fuercen, con el corazón lleno de alegría, pues sabemos que Tú has vencido a lo invencible, y nos has dado aún más de lo que ya poseíamos. Seremos tus testigos. Pero, no queremos ser testigos tristes ni cariacontecidos. Volvimos a casa cantando: “Soy feliz, soy un hombre feliz…”

Antonio García Rubio, párroco del Pilar, en Madrid

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