loader image

DOMINGO V DE CUARESMA

marzo 31, 2017

Esta mañana el Metro, como siempre a esta hora, va cargado de personas que se trasladan de un lugar a otro de la ciudad para sus trabajos y ocupaciones. Me impresionan sobre todo esas mujeres que se encaminan a trabajos esclavistas, con salarios mínimos y que han abandonado tierra, hijos, familia, pueblo, cultura… Mujeres admirables. Conozco muchas. Y andan como ajadas y abandonadas. Todos los que van en el Metro son las gentes que mantienen viva la historia de esta humanidad que se debate entre la esperanza y la decadencia.
Mi reflexión, al mirar los rostros que me rodean, se oscurece y entristece; demasiadas cargas y pesares, me digo. Hay alguna ligera sonrisa. Viajamos padres, madres, jóvenes… Me da la impresión que la noche ha sido dura para la mayoría. «La noche es tiempo de salvación», recuerdo con el himno. Parece como si nos faltase a todos un poco de vida, como si estuviéramos en la hora del despertar de los muertos vivientes. Nuestra sociedad huye de la muerte; se niega a afrontarla con naturalidad. «La muerte es algo inevitable, pero que les sucede a otros», piensan no pocos, que se hacen a la idea de que no van a morir. El pensamiento de la propia muerte lo rehuimos. Sin embargo, a estas horas, el vagón parece cargar con gentes mortecinas. Y pienso también en la falta que nos haría escuchar con paz la palabra de Cristo de este próximo domingo, V de Cuaresma: «‘Lázaro, ven afuera.’ El muerto salió, los pies y las manos atadas con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: ‘Desatadlo y dejadlo andar.'» Qué falta nos hace que alguien nos recuerde que somos seres vivos. Alguien que con autoridad nos desvele la belleza y la grandeza de nuestra vida. Alguien que nos saque de nuestros sepulcros. Bajar al Metro es a veces como bajar a una gran sepultura. Y ahí, en el susurro de mi pobre oración que ruega, y que bendice a los que me rodean, pido que, como cada día, suceda algo novedoso. Y lo busco.
Sin darme cuenta, abstraído en esas nieblas y runrunes matutinos, se acerca hasta mí, sin que yo me dé cuenta, Manuel. Me ha visto a lo lejos y se acerca entre empujones a saludarme, muy efusivo. Nos abrazamos. Hace casi dos años que no nos vemos. A Manuel, funcionario del Estado, se le murió joven su mujer, de un infarto cruel, y en poco menos de un año se le murieron también su madre, ya mayor, y una hermana de cáncer. Y su hija se trastornó, entrando en una profunda crisis depresiva. Se fueron o rompieron las mujeres de su vida. Y él tuvo un tiempo de andar como un sonámbulo, incapaz de asumir tanta tragedia y preguntándose reiteradamente el porqué.
Recuerdo que yo le decía entonces, con sumo respeto a su duelo, que llegaría el momento, bueno y necesario, de aceptar cada muerte, de admitir la fragilidad de la vida y, un día, cuando sea posible, recuperar el don de dar gracias a Dios por ellas. «Sólo cuando lo hagas, te recompondrás, y podrás volver a la Vida». Pero, él me decía que eso iba a ser imposible. Era un hombre sano, trabajador y de mucho silencio y oración, pero esta historia familiar le había hundido en el abismo.
Por unos segundos pienso en el drama que cada uno de mis compañeros, viajeros del Metro, llevará escondido en su trastienda, en la intimidad de su corazón. Y se me llena el corazón de ternura y compasión orante por todos esos hermanos que parecen mortecinos y necesitados de Vida. Manuel, por el contrario, esta mañana tiene un rostro alegre y distendido. ¿Qué le habrá sucedido? ¿Será esta la novedad que acabo de pedir hace un momento que tendría que acontecer? «Mucho cambió mi vida desde el momento en el que pude aceptar cada una de las muertes de las mujeres de mi vida’, me dijo. «¿Lo hiciste al final? ¿Lo seguiste orando?», le pregunté.
«No te he dicho nada en este tiempo, pero así fue. Y sucedió lo que me dijiste. Se me desveló que ellas no están muertas. Que viven. Viven más y mejor que yo. Y mi hija superó la depresión. Ahora, Antonio, todo es diferente.» Y yo me quedo absorto, lleno de gratitud y rumiando a Ezequiel 37: «Y, cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor. Os infundiré mi espíritu, y viviréis». Y le recuerdo esta cita del domingo. ¿Tienes el Espíritu del Resucitado?
«La Palabra, me dice Manuel, como si estuviera iluminado por la luz del evangelio del ciego del pasado domingo, está viva, está llena de vida. He descubierto la vocación cristiana, Antonio. El Señor me ha llamado a servir, y a una vida nueva. Y ahí me he encontrado con ellas. Todas mis mujeres están vivas. Y yo, con ellas, también he vuelto a la vida. Y, sin pretenderlo, me viene de nuevo la Palabra del V domingo, de Romanos 8: «Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros.» Tu cuerpo, tu alma, ¿están mortecinos o vivificados?
Mi corazón late con más fuerza cuando, en la misma estación, salimos juntos del sepulcro matutino del Metro, y nos vemos envueltos por el sol de la mañana. Allí, en las entrañas de la ciudad, entre los millones de seres humanos mortecinos que se adentran en ellas cada mañana, me esperaba hoy, a mí, un Lázaro redivivo, y con él salgo a la superficie con las vendas caídas. Y juntos damos gracias, antes de despedirnos, con el Salmo 129: «Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos sus delitos». ¿Estás vivo?
Dónde menos lo esperas, cuando menos lo esperas, te vuelve el anuncio de lo fundamental, del que nos da vida en medio de tanta muerte sentida o anunciada. Juan 11: «Jesús le dice a Marta: ‘Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?’ Ella le contestó: ‘Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.’ Jesús sollozó y, muy conmovido, preguntó: ‘¿Dónde lo habéis enterrado?’. ¿Dónde estás tú enterrado?
Acabo de salir del sepulcro con Manuel, y vuelvo con un ánimo renovado para afrontar la última semana de Cuaresma. Estamos vivos. Él nos ha dado la oportunidad de volver a vivir. Él es la resurrección y la vida aquí y ahora. No te lo pierdas. Rompe con los prejuicios y las dudas mortecinas, y déjate enganchar por el que nos llama, desde nuestras preciosas diferencias, a ser parte de un pueblo de gentes libres, vivas, sin cadenas y bien unidas. A ti te lo digo: ¡Despierta! Camina con alegría, sabiduría y determinación hacia la Pascua. Has renacido.

Antonio García Rubio, párroco del Pilar, en Madrid

Relacionados