Se me ha pedido una reflexión “que ayude a abrir los ojos ante la injusticia de las fronteras y anime al compromiso y a la lucha por la causa de nuestros hermanos emigrados”. Detrás de esa petición había una constatación: Son muchos los hombres, mujeres y niños que mueren en las fronteras de las naciones: ¡Las fronteras matan! Y se me pedía responder a unas preguntas: ¿Qué hacer como cristianos en presencia de unas fronteras que se supone necesarias para controlar entradas y salidas en un Estado soberano, pero que en realidad funcionan como barreras que se pretende infranqueables en el camino de una humanidad empobrecida que busca un futuro mejor? ¿Qué hacer como cristianos en presencia de unas fronteras diseñadas para que en ellas los pobres queden atrapados, mutilados o muertos? ¿Qué hacer?
Hablamos de fronteras
Las fronteras de los Estados no son de mi incumbencia. Me molestan. Siempre me han parecido vejatorias. Todas. Supongo que son un mal que se justifica como necesario para protegernos. Supongo que son un modo de marcar territorio. Con todo, el que las fronteras no me gusten, no sería razón para ocuparme de ellas en esta sede. Si me han pedido que lo haga, es porque se me considera testigo de la violencia que en unas fronteras concretas se hace a los pobres, porque en mi vida se han cruzado innumerables víctimas de esas fronteras: hombres, mujeres y niños a quienes acogemos, escuchamos, atendemos con la esperanza de que encuentren su camino hacia el futuro, pero, al mismo tiempo, siempre con el temor de que, no más allá de mañana, ese camino haya terminado en la muerte.