Un domingo más y seguimos en casa. Pero es un domingo muy especial, es Pascua, el Señor ha resucitado, no busquemos entre los muertos al que vive para siempre.
Ese grito ha resonado envuelto en silencio, en las calles vacías, con nuestras imágenes inmóviles en la iglesia, arropado por tanto dolor en nuestra humanidad; tanta enfermedad y muerte no dejan de causarme sufrimiento hondo; personas desconocidas, lejanas, pero otras muy cercanas, en este hemisferio y en otros; hay muertes sin muertos, duelos en soledad y en distancia, despedidas que desgarran el corazón; sabemos que hay oraciones finales, que muchos sacerdotes están haciendo este delicado y necesario servicio, pero cuánto tiempo vamos a necesitar para hacer el doble duelo: ausencia definitiva por una parte e imposibilidad física de estar al lado, de llorar y abrazarnos juntos, por otra.
Una cuaresma en cuarentena, -experiencia inédita-, y una semana santa en casas cerradas, en hospitales, en campos de concentración, en comedores sociales, en centros de internamiento, en familias que acogen personas para aliviar el dolor, en quienes siguen día a día arriesgando la vida.
Una semana santa real, cruda, penetrante hasta las entrañas, no necesitamos imaginar escenarios, basta tener los sentidos despiertos para dejarse “tocar” a la distancia, “oler” el aire que se nos niega; “ver” en horizontes de proximidad y de lejanía; “oír” susurros y gritos que ahogan lágrimas; “saborear” la tristeza, la incertidumbre, el miedo…
Y sin embargo, en esta semana santa 2020 que pasará a la historia tras contemplar en silencio, con hondura, desde la profundidad, lo que está sucediendo a nivel mundial, sin acabar de poder creerlo, nos ha regalado grandes ayudas en diversos campos: poder acompañar con muchas horas de pantalla celebraciones de los días santos: la entrega incondicional desde el amor hecho servicio que nos recordaba Jesús el jueves santo y que la estamos viendo en tantos servidores de nuestra sociedad, que habitualmente no caemos en la cuenta de que están y cuán necesarios son, pero hoy agradecemos su vida entregada.
Permanecimos en hora santa, acompañando la soledad, el dolor de ese Jesús encarnado en tantos hermanos nuestros. El viernes en soledad y silencio, adoramos con profundo respeto desde dentro, esa pasión y muerte que tiene rostros y nombres concretos. Y el sábado seguimos en soledad habitada y por la noche llegamos a la luz, ese cirio multiplicado en miles de velas pequeñas y grandes, extendidas por tantos lugares del ancho mundo.
Una celebración de la Vigilia Pascual también muy particular donde todo resonaba desde y en el mundo digital, a distancia física y real aún entre las personas más próximas, donde una comunidad invisible se hacía sentir en comunión desde el cirio que se enciende, la Palabra que nos narra la creación, el gloria con repique de campanas, el canto del aleluya, la renovación de las promesas bautismales, el pan partido sin poder ser repartido, la paz traducida en gesto, sonrisa, mirada… ¡todo resulta tan extraño!.
Y sin embargo, se nos regala la experiencia de resurrección y sentimos sus efectos: el consuelo, la paz, la oración universal, el percibir que hay un río subterráneo que nos revitaliza y nos hace común-unión, comunidad diversa igualada por el dolor y la muerte. Y ahora, más que nunca, por esa esperanza contra toda esperanza, por la fe en que el amor es más fuerte.
Que en esta etapa del camino de nuestra vida, -tan sorprendente!- mantengamos la paz en la espera, el sentido hondo de lo que nos sucede, el cuidado mutuo hasta que llegue ese brote sanador para la humanidad herida, porque tenemos muchas personas que entregan su vida a diario para cuidarnos.
Termino apropiándome de los versos de R. Kipling:
Elegí la vida … Y hubo mil cosas que no elegí,
que me llegaron de pronto y me transformaron la vida.
Cosas buenas y malas que no buscaba, una vida que no esperaba y
elegí al menos cómo vivirla.
Elegí los sueños para decorarla, la esperanza para sostenerla,
la valentía para afrontarla.
María Luisa Berzosa fi
Entrevías – Madrid