Qué interesante es esto: “Dejaré en ti un resto, un pueblo humilde y pobre que buscará refugio en el nombre del Señor”. Parece digno de un cuadro bien enmarcado. Para los que vienen de la cristiandad, resulta doloroso pensar que pueden ser un resto. Pero, para cuantos han vivido la fe como un don y una conciencia viva, no artificial ni folclórica, ni legalista, ni ritualista, ni ideológica, ni moralista, es evidente que ellos mismos, indistintamente de dónde estén situados en la historia, se saben y se sienten un resto de creyentes pobre, pequeño y humilde en medio de un mundo acomodaticio, amorfo, superfluo, engreído o alejado de la Fuente.
Saberse, y ser un resto, es el modo habitual de ser de los discípulos de Jesús. Y no sufren por ello más que lo justo y necesario para no escapar de serlo. No es un privilegio, pero sí supone una llamada concreta y una respuesta especial. Es una llamada desde el silencio al seguimiento, y es una respuesta comprometida, también desde el silencio, en favor del bien y de la paz, que ha de expandirse a todos los hijos de Dios. “El resto de Israel no hará más el mal, no mentirá ni habrá engaño en su boca”, apuntala Sofonías, en este domingo.
Pablo, en 1 Corintios 1, nos aclara bien quienes pertenecen a ese resto: “Lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor.”
De esta cita paulina, comprendiendo a la perfección que son los débiles, bajos, despreciables, y los que no cuentan, los que acogen la llamada y le dan su respuesta, sin embargo, me quedo con el final: “De modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor.”
Este final será el que dé veracidad y autenticidad al pequeño resto de discípulos de Jesús. Ninguno se gloriará ni se pavoneará ni se ensalzará ni se enorgullecerá. Ninguno se creerá importante. Ninguno se creerá más que nadie. Ninguno creerá que tiene una patente del Señor. Ninguno se convertirá en protagonista, en intérprete o en vedette. En el resto sólo caben los humildes, los pacientes, los sufridos, los servidores, los que se mantienen en vela, los que oran y trabajan día y noche, los que no buscan aplausos, los que no sueñan con el éxito.
Tienen, eso sí, la misión de ser testigos, de dejar que el Espíritu de Dios se trasparente por su debilidad y pobreza, de llorar con los que lloran, de padecer con los que sufren, de encarnarse entre los pobres y hambrientos, de compartir la condición de los desheredados, de respirar silencio y sencillez de vida, de mostrar la misericordia entrañable de Padre y su perdón a los heridos y a los pecadores, de sanar las dolencias del pueblo, de iluminar las noches con la tenue luz de sus lámparas encendidas y de esperar orando en silencio y sirviendo, hasta la llegada del Señor.
Son los que llevan la buena noticia al pueblo de Dios. A ese pueblo soberano que llamado a vivir en libertad los días de su vida. Ese pueblo que lleva en sus entrañas el don de Dios, aunque no lo sepa, aunque lo desconozca o lo ignore. Jesús sólo ha venido para que todos se sientan acompañados y amados, como Él lo hace ver en la entonación de las bienaventuranzas, que hoy son proclamadas con fuerza en nuestras comunidades cristianas. Todos los hombres y mujeres, hijos de Dios, están capacitados para entender que son hijos amados de Dios, a pesar de la dureza de su corazón o de su dolorosa situación. Todos llevan impresa la imagen de Dios, y, lo comprenderán y lo descubrirán, si el resto, de la mano del Espíritu de Jesús, les ayuda, con ternura, coherencia de vida, limpieza de corazón, con el compromiso de sus vidas y sin imposición ni coacción alguna, con sabiduría y paciencia, y con extremado amor.
Busca a ese resto humilde y siempre vivo. Esmérate en la búsqueda. Y, cuando lo encuentres, únete a él. Y ponte en oración, en silencio y en marcha. “La mies es mucha y los obreros pocos”. Él, Jesús y su Palabra, te está esperando, y ellos, el resto, también. El resto está íntimamente unido a todo el pueblo de Dios, está en comunión con el Cuerpo de Cristo y se sabe uno con toda la humanidad, a la que sirve. Bienaventurados.